Aquella tarde de campo el sol relucía por el oeste y, sin embargo, sorprendía el contraste tan llamativo con un firmamento de capa oscura que asomaba amenazante y tenebroso por el norte, sobre la Sierra de Parapanda. Los niños jugaban en la era plácidamente, como si nada, hasta que el cielo crujió con tremendismo, de manera repentina y estrepitosa, cambiando por completo el semblante de los chiquillos que, con ojos desorbitados y los espinazos erizados, saltaron como liebres a refugiarse en el porche de la casa.
Las nubes comenzaron a descargarse de agua, como si fuera el fin de los tiempos. Llovía a cántaros, difuminando la vista.
Tras la cortina de gotas centelleantes, se percibía cierto rumor musical que presagiaba la llegada del “febrerillo loco”. La escena parecía un cuadro de estilo puntillista y vibrante. Pronto se formaron charcos y chorreras que emprendían su atropellada carrera cuesta abajo. El paisaje rural se tornó de gris virado a sepia y, en el aire fresco y puro, se podía percibir el aroma a tierra mojada.
Al descampar, brotó el color, con más intensidad y viveza, sobre el reflejo de los charcos en la tierra, resultando una estampa romántica, renovada y pintoresca.