Viajar a Florencia es cumplir uno de mis mejores sueños, como acabar con una asignatura pendiente y gozar de la exaltación de los sentidos. Desde el momento en que empecé a estudiar Historia del Arte, por primera vez en el colegio, pude advertir la magnitud de esta potencia artística y cultural. Quedé maravillado al contemplar las ilustraciones de la Puerta del Paraíso, de Ghiberti, el Perseo con la cabeza de Medusa, de Cellini, el Mercurio de Giambologna, el David de Donatello y el de Miguel Ángel, la fuente de Neptuno o Biancore, de Amnanatti, la Batalla de San Romano, de Paolo Ucello o el retrato de los duques de Urbino, de Piero della Francesca, entre otras centenares de obras maravillosas que atesora esta ciudad sublime.
Ahora puedo comprender qué le sucedió a Stendhal cuando contempló las tumbas de los personajes ilustres y la desbordante belleza de la basílica de la Santa Croce. Qué expresivo y sincero fue el escritor francés.
“Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.
Una vivencia como para perder la cabeza, literalmente, sobre todo para quien experimente realmente el gozo intelectual de saborear lo que tiene delante. Pero ¿puede añadirse algo nuevo a los comentarios, expresiones apasionadas e historias exuberantes sobre Florencia? ¿Existe alguna ciudad con mayor esplendor artístico en el resto del universo? Cuando uno regresa a casa, tras “El Viaje”, con mayúsculas, no puede dejar de pensar en todo lo que se vio y en el ansiado momento en que se podrá volver a admirar, una vez más, la eterna grandiosidad que Cosme I de Médici (Cosme el Viejo), fundador de la dinastía Médici, comenzó con la idea de el arte para la eternidad y que culminó con el legado de Ana María Luisa de Médici a los afortunados ciudadanos florentinos y a toda la humanidad.