EL SAXOFONISTA

Hacía un calor agobiante cuando me encontraba dando vueltas por el centro de Segovia, fotografiando algunos monumentos. De pronto, advertí la presencia de un personaje peculiar, muy flaco, moreno, de tez pálida y con la mirada perdida. Portaba un maletín oscuro e iba acompañado de un jadeante perro border collie blanco y negro, arrastrando su lengua ante la desesperación por encontrar una sombra. Lo seguí con la mirada y vino a parar a unos pocos metros de donde me encontraba. Extrajo un saxofón de ese maletín y seguidamente se encaramó en el remate de un murete, junto a las escaleras de una plaza. Tan pronto como comenzaba a soplar su instrumento, se lo pensaba y paraba para llevar a cabo un ritual incomprensible de gestos repetitivos.

Cuando sonaban las notas musicales, su mascota refugiada bajo la sombra del murete, junto al maletín abierto, levantaba la cabeza hacia el cielo y entonada, con mucho sentimiento, una serie de gemidos a los vientos.

Poco después, paró frente al músico un grupo de escolares que se quedaron absortos ante lo que estaban presenciando. El saxofonista, a ratos, dejaba de tocar y parecía disponerse a recitar una suerte de discurso, pero al final, la actuación quedaba en una especie de performance, con aspavientos indescifrables ante el sol radiante de la tarde.

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