Alguna vez me he tomado la licencia de fantasear un poco con la remota (y teórica) posibilidad de viajar en el tiempo, para elegir retroceder hasta el Medievo y recrearme con las vistas de las intrincadas urbes y localidades góticas, dentro de recintos amurallados, con torres fortificadas y calles angostas, todo ello rodeado de paisajes agrícolas y forestales. Pues resulta que algo parecido es posible en la actualidad, cuando cruzamos la puerta amurallada que nos da acceso al fantástico pueblo italiano de San Gimignano, situado en la parte alta de unas colinas de la hermosa Toscana.
Al adentrarnos en su empedrada vía principal, con sus comercios tradicionales, podemos ascender hasta la plaza central della Cisterna, de planta triangular, presidida por un pozo enorme, de base octagonal, a cuyo alrededor se disponen las casas señoriales, apretadas unas contra otras y tras las que asoman, imponentes e impetuosas, sus altísimas y estrechas torres de piedra clara.
Estas torres son tan numerosas que se ha llamado a esta localidad “la Manhattan de la Edad Media”. Surgieron por la rivalidad existente entre las familias adineradas, que competían por erigir la más alta de todas, como ostentación de su poder. Al salir de la plaza central por una de sus esquinas, llegamos a otra plaza con una iglesia y podemos seguir subiendo hasta la parte más elevada, conocida como “La roca”, con las mejores vistas de la ciudadela.
Una vez coronada la cuesta, pude divisar con cierta sorpresa, a lo lejos, bajo un arco de piedra, lo que parecía ser la figura de una especie de juglar, que recitaba alguna obra literaria en voz alta.
Conforme me iba acercando, encuadrando la escena con el visor de mi cámara, pude advertir que se trataba de un actor que encarnaba a Dante Alighieri, al reconocer el asombroso parecido de éste con el retrato que Sandro Botichelli pintó al ilustre y universal literato italiano.
Exclamaba con voz apesadumbrada y gesto dramático la que parecía ser su Vita Nuova (vida Nueva), recordando con pesar la muerte de su amada Beatriz. Apenas había tres o cuatro personas entre el público asistente. Deposité unas monedas dentro de un pequeño estuche abierto, situado en el suelo, delante de la figura de grave y solemne estampa y continué haciéndole fotos sin que éste pareciera inmutarse. Cuando creí capturar todos los planos que quería, me fui alejando de tan memorable escena, agradecido por la casual y afortunada circunstancia (serendipia). Me dirigí hacia la periferia, donde puede encontrar nuevos ángulos. Seguí adentrándome entre sus callejuelas, mientras rodeaba el pueblo, para ir bajando hasta acabar mi recorrido nuevamente en la plaza principal. Allí puede degustar el más sabroso helado de chocolate con avellanas que jamás haya probado, en la que resultó ser reconocida como mejor heladería del mundo, durante un par de años.